15 de marzo de 2012

Sic semper tyrannis.







Vivimos la última época del mundo. Los próximos años serán testigo del sufrimiento y muerte de miles de seres. Se derrumba el orden tal como lo hemos conocido hasta ahora. Ninguna generación en el futuro, al menos durante mucho tiempo, conseguirá igualar los logros que la humanidad ha alcanzado a día de hoy, y que se desvanecen en este cataclismo aparentemente sin freno.
El emperador Diocleciano estaba pálido y demacrado cuando asomó al balcón de su palacio. Sobre su cuerpo se apilaban las telas y ornamentos de un déspota oriental; era una parodia. El imperio estaba tan enfermo como él, sostenido por débiles hilos. Aunque haría todo lo posible por preservar las antiguas estructuras, pronto sus sucesores se repartirían los despojos. ¿Merecería la pena vivir para ver morir allí lo que tanto había costado? Aquel legado, aquel dominio, que era herencia de guerras innumerables, de batallas ganadas en tres continentes, y que cedía ahora, cedía...
No quedaba nada de aquel tiempo ya lejano en que este imperio aún era un proyecto indefinido, que se tambaleaba al dar sus primeros pasos sin saber bien hacia dónde debía dirigirlos. Cuando todo el mar comenzó a ser circunvalado por la misma hegemonía, cada conquista era un clavo en el ataúd de los antiguos poderes. Tarde o temprano, debía darse un golpe de efecto, algo que demostrara que Roma no era patrimonio de guerreros, ni de usurpadores oportunistas. Sila y los Escipiones, primero, y la inportunidad de los Gracos y el peligroso triunfo de Pompeyo, luego, habían puesto en jaque las tradicionales bases sobra las que se apoyaba el gobierno absoluto de los senadores. Él último, Julio César, de la familia de los Julios, amenazaba con tiranizar la vieja república como dictador perpetuo. Su linaje tenía una tradición ancestral; remontándose a los tiempos de Alba Longa y a la misma diosa Venus. Pero aunque los Brutos no podían remontar su linaje a reyes ni a dioses, ¿quién necesita esgrimir el nombre de antiguos monarcas cuando puede exhibir al primero de los cónsules? La Historia le llamaba a poner freno. No creía ceder a oscuras conjuras, al contrario, suyo era el deber, la salvaguarda. Su traición, para sí, no era tal.
En los ojos de César había miedo. La vida abandonaba su cuerpo a través de cada una de las veintitrés heridas de daga.
Quizás habían salvado la Historia, una vez más. Quizás un Bruto fuera de nuevo elevado a los altares, marcando el recorrido, velando por la libertad del Senado y del Pueblo de Roma como un genus protector.
Quizás...
Mientras, los primeros rayos de sol de aquel quince de marzo despuntaban desde el otro lado del horizonte, por encima de los muros y de las siete colinas, e iban a parar contra la cubierta dorada del Capitolio, coronando a la propia ciudad con un haz de luz. Parecía que aquel día nacía de nuevo el mundo. Una época nueva.

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